—¿Por qué estamos aquí, viejo amigo? —preguntó el mago— Estás muy al norte.
El Escritor le contestó sin prestarle mucha atención.
—Ya sabes la peculiaridad de este lugar. Las distancias no son lo que parecen.
Se habían encontrado ante una pequeña fortaleza de piedra en tierras de bárbaros, proscritos y castillos de casas nobiliarias caídas en desgracia.
—Eso no contesta a mi pregunta —insistió el mago.
El anciano Escritor se dirigió al portón ligeramente abierto. Lo empujó y se adentró en la fortaleza seguido del mago, no sin antes cerciorarse de que nadie los vigilara. En el suelo del pequeño salón yacían tres cuerpos inertes, tres caballeros andantes enfundados en armaduras plateadas manchadas de sangre. Dos de ellos tenían charcos rojos bajo el torso y la armadura abultada en numerosos puntos; al tercero le faltaba la cabeza.
El mago se agachó junto a uno de los cuerpos y colocó su mano sobre la armadura. Cerró sus ojos y sus labios susurraron unas palabras.
—Llevan aquí tres días —dijo volviéndose hacia el Escritor —. Volveré a preguntarte una vez más: ¿por qué estamos aquí?
El Escritor observaba los cuerpos sin desviar la mirada.
—Sigue viva.
El mago se incorporó de nuevo.
—Tan solo es una sombra del pasado. No saques conclusiones basadas en temores.
—Lo presiento.
El viejo hechicero miró inquisitivamente a su acompañante.
—¿Qué has visto u oído?
—Susurros en la oscuridad, una mano que mueve los hilos, una mirada que seduce al débil, conversaciones en salones desiertos. A tí te preocupa la batalla, la lanza y el sable, los ejércitos y la sangre derramada, pero hay quien hace sus guerras de otro modo.
El mago volvió a centrarse en la escena del crimen.
—Eso aún no explica por qué estamos aquí.
—Las leyendas siempre tienen algo de verdad, y hubo una que escuché hace tiempo, contada por diferentes voces pero con el mismo fondo. Relataba la historia de una dama de antiguo linaje oculta en estas tierras. La hija de una casa caída en desgracia que se escondía en tierras de renegados. Ella nunca salía de sus dominios, pero sus sirvientes hablaban de ella con aldeanos y mercaderes.
El Escritor señaló el portón de la fortaleza al mago y ambos salieron a los terrenos del pequeño castillo, rodeado por una arboleda sobre la cual se intuían al sur tres picos nevados. Una vez fuera prosiguió:
—Hace no demasiado, un mercader me visitó. Traía historias de lugareños de estas tierras, cuentos de bárbaros. Me habló de una fortaleza maldita. Todo aquel que osaba traspasar sus puertas no volvía a aparecer.
El mago suspiró.
—Te prometo que investigaré lo ocurrido.
—No es lo único que me preocupa. Algo se revuelve en el corazón del bosque. Los elfos lo han sentido. Dicen que en el sur se afila la hoja y se forja la armadura. Todo podría estar relacionado. Las profecías no deben tomarse a la ligera, ni siquiera aquellas que no comprendemos por completo.
En esta ocasión el mago no parecía sorprendido, sino más bien apesadumbrado, como si todo el peso de sus numerosos años hubiera caído sobre él. Los rumores habían llegado a sus propios oídos. Trató de buscar un atisbo de esperanza.
—¿Cuándo llegarán? —preguntó mientras se acomodaba la capa antes de partir.
—Está todo a punto.
—Si tus sospechas son ciertas, no tendrán demasiado tiempo para prepararse ante lo que está por venir.
—No estarán solos, espero.
El barbudo hechicero sonrió.
—No, no lo estarán. Estas tierras siempre sorprenden.
Tras ello se despidió del Escritor y se dirigió hacia el sur siguiendo un sendero a través de la arboleda. Este, antes de partir por el sendero del oeste, se volvió una última vez hacia la fortaleza. El recuerdo de una mirada del color del océano recorrió su mente. Era un presagio: ella seguía viva y su sombra, sin duda, era alargada.